Después de quince años como lectora –había comenzado cuando era alumna en la Sorbona– me anunciaron que coordinaría el Premio Internacional de Cuentos Juan Rulfo. Desde 2010 a 2012, mis jefes decidieron poner al certamen en mis manos y allí, en una de las inmensas salas de redacción de Radio Francia Internacional, empecé mi trabajo. No había horarios. En una redacción de ese calibre podés trabajar de noche o de madrugada. ¿Qué podía ser más apasionante en la vida? En ese momento me dediqué a la tarea eliminando el reloj. Veía los cambios de turnos de los periodistas, la luz del alba a través de los inmensos ventanales, la Torre Eiffel apagada y encendida, y seguía leyendo y respondiendo el correo. Puse mi vida al servicio del Rulfo, me acababa de separar y nada podía ser mejor, venía como anillo al dedo (que había quedado sin alianza).
El Rulfo duró tres décadas, y cumplió un rol importante en la vida de las viejas y nuevas generaciones de cuentistas de habla hispana. En 1982 fue creado por Ramón Chao, escritor, periodista español, militante antifranquista, director del servicio Hispano y Portugués de RFI, apasionado por la defensa de la literatura hispanoamericana, amigo de todos los escritores (algunos fueron a posteriori Premio Nobel de Literatura) que pasaron por la redacción para hacer las famosas “piges” (notas periodísticas por las cuales te pagaban poco, pero que te hacían sentir en la gloria). Por supuesto, el premio llevó el nombre en homenaje a su amigo Juan Rulfo.
Podría escribir un libro de anécdotas, aunque solo voy a rescatar dos experiencias. Entre ellas, que hay muchas personas que han dado lo mejor de sí para que se llegue a una premiación y tener una gran satisfacción, como cuando obtuvo el premio la joven escritora cubana Ena Lucia Portela, quien viajó en silla de ruedas, muy enferma. Recibió el premio en 1999 por su extraordinario cuento faulkariano, “El viejo, el asesino y yo”. El día de la ceremonia lloramos de emoción. Habíamos logrado que Ena saliera de Cuba, que la editara España y que la premiaran en París.
Otra anécdota inolvidable fue en 2010, cuando dejamos de recibir los cuentos en papel. Hasta esa fecha estábamos fascinados viendo crecer las cestas de los Rulfo con los sobres de distintos gramajes, colores y sellos. Había de Namibia, Chad, Madagascar, Finlandia, Marruecos, Grecia, Israel… El año en el que asumí la coordinación nos cambiaron el formato. Fue intenso. Pasamos a la era digital y tuve que aprender. Los cuentos llegaban a una plataforma que estaba en México, desde donde el ingeniero pasaba horas explicándome el rarísimo funcionamiento, ya que mi tarea era leer todo lo que llegaba para distribuirlo luego a diez lectores (escritores y traductores de renombre). El anonimato de los autores que firmaban con seudónimos se mantenía hasta el último día, en el que teníamos que conocer al o a la premiado-a. Abríamos la información en la Casa de América Latina, en París, con algunos miembros del jurado.
El problema mayor fue con Cuba. No tenían acceso a las bases, era muy difícil manejar para ellos libremente internet. Llegué a contactar a Yoani Sánchez, escritora y bloguista cubana, representante del grupo Generación Y. Fue de gran ayuda ya que a través de su blog el concurso pudo contar con una difusión no solo oficial (de parte de la Embajada de Cuba en París). De más está decir en los líos diplomáticos en los que me metí. Pero nos mantuvimos fieles al principio: que todas las escritoras y escritores pudieran participar sea cual fuera la temperatura política de los países participantes. El Rulfo fue, es y será una pasión compartida.